domingo, 3 de febrero de 2019

El desprecio como forma de vida

Cogí mi vida con las manos como si fuera una copa de cristal, y así mismo la metí en una vitrina junto a las de champán y vasos de licor, teteras que nunca se usan y chupitos de los años sesenta.
No hace mucho que mi padre vendió la casa familiar como siempre lo hace todo, con alevosía y egoísmo pero haciéndose la víctima, que es una forma estupenda de ir por la vida porque resuelves tus problemas a costa de los demás y encima puedes plañir a gusto diciendo que la vida te trata mal.
Un mísero dinero, eso es cierto, que no le sacará de pobre, pero que permitirá a la otra parte implicada, que es mi madre, contar con unos reales para cubrir un poco las jubiladas espaldas en el país de las pensiones prósperas y la felicidad serena en los últimos años de las vidas de la gente, donde el sol se aposenta para acariciar la espuma de las cervezas en las terrazas y se juegan los mejores partidos de fútbol del mundo.
Pero aun así, y suponiendo que esta venta del nicho donde crecimos entre figuritas de porcelana y portales de hierro azulejeados por dentro, en el barrio de los caminos de asfalto diseñados para la clase media baja, con pocos árboles grandes y mucho arbolito ornamental que no sombrea ni a un liliputiense que tenga inhibida la hormona del crecimiento, suponiendo que esta venta fuera, como digo, la solución a ciertos problemas de movilidad y climatización, él no está contento ni valora en nada los balbuceos que algunos hacemos para tener una relación normal de cariño entre padres e hijos, como nos enseñaron las películas americanas. (ojalá no hubiera visto tantas series, me creí muchas chorradas que salían en ellas).
A punto de cumplir una edad importante que no pienso decir todavía, y con dolores que voy estrenando según el calendario pasa como un barco insensible, sé que no llegaré a ningún puerto seguro ni siquiera el último de mis días, puesto que todo esto no es más que una estrategia en la que cada uno se inventa un papel para sí mismo y luego dependiendo del nivel de empatía , puede quizá importarle un gramo los sentimientos ajenos.
Pero a veces no pasa; venir de un tronco así es como mínimo extraño, y ya no me importa decirlo, escribirlo. Durante mucho tiempo no quieres dramatizar, pasas de puntillas por lo que te duele como si no fuera contigo, pero un día el avestruz saca la cabeza y ve que no pasa nada por reconocer que siempre estuvo solo, y que no era eso lo que necesitó en absoluto en tiempos de zozobra.
En un mundo donde críos son arrojados al mar y a las mafias huyendo de la guerra, haber tenido un hogar y buenos alimentos no deja de ser un lujo, pero la alimentación emocional también es importante y le da a uno un lugar en el mundo.
No se instauran familias con este objetivo, en absoluto, sino con la idea de huir, de la soledad, del hogar paterno, de las restricciones de la vida para una misma, de la remota posibilidad de vivir para el propio corazón nada más y si acaso gozar de los regalos que el viaje vaya descubriendo.
No se forman familias para hacer gente feliz, y eso me sorprende mucho, ya que como sabéis mi nivel de ingenuidad es grande en todas las esferas.
Es posible que esa esperanza que me ha alentado siempre es la que me trajo hasta aquí y aquí me mantiene, pensando cómo algunos pueden convertir el desprecio en una forma de vida, sin ni siquiera darse cuenta de ello.
Como decía, a esta edad cada vez me van quedando menos ropajes, quizá menos miedo a decir lo que pienso, y si por algún momento se encendiera una chispa de luz en los aludidos, con gusto lo debatiría y arreglaríamos el torpe desajuste de mi concepción embrionaria, el miedo con el que salí al mundo hasta convertir mi vida en esta copa de cristal soplado que ahora se preserva en la vitrina ,sin viajes no sea que se rompa, sin aventuras no sea que la cague, sin saltar no sea que las piernas no puedan sostenerme, sin soñar en mis potencias no sea que fracase.
De todas formas nadie puede librarnos del fracaso, por más que lo intentemos, poniéndonos el traje de una vida apretada que no nos sienta bien para parecernos a  todo el mundo, dando gracias por poder vender nuestras vidas a un postor mezquino que se chupará nuestros días y nuestras noches como quien se traga un plato de caracoles, cuando realmente somos breves y esto no lo cambia nadie, por más que asuste el hecho de que las mariposas, una vez llegado a su máximo esplendor, mueran quemadas al acercarse a la lumbre.
Mi vida está aquí, delicada y protegida, a salvo de vaivenes que podrían desestabilizar este raro equilibrio que agradecen mi descendiente y mi pareja y mi familia, aquélla a la que le importo, pero que miente y niega la parte más importante de mí.
No, no sirvo para escalar montañas ni hacer voluntariado en sitios donde la primera fiebre acabaría conmigo, ni siquiera para salvar a seres desdichados que plañen como mi padre, con una cierta mentalidad subsidiaria que desnuda a la vida de toda alegría y placer, mentalidad de pobre que viene arrastrada desde las primera catacumbas, y que vez socorridas, seguramente te la juegan como un niño adoptado que se convierte en asesino.
Pero tengo la manía de ser inestable, de querer jugar a otra cosa, a inventar otras vidas, a desprenderme las alas de mariposa hasta hacerlas sangrar, a ponerme el NO por delante y luego arrepentirme de no haberlo intentado, a plañir yo también como si fuera un delfín al que acostumbraron a vivir en una lata de sardinas.
Manías de querer ser libre donde no se puede, por el bien común, y el sentido así llamado, que ha creado para ti un salón de baile donde nadie quiere bailar contigo, pero en el que algún lejano espejo esquinado te dice todavía lo que eres de verdad, lo que podrías ser o haber sido, la verdadera música de tu alma.
Bueno, está bien; que siga sonando aunque nadie pueda oírla.
Amaremos su belleza inasible como un personaje de novela rusa ama a un ser inalcanzable, con pasión pero en silencio, ningún amor es inútil, nada se pierde, y mientras tanto seguiremos viviendo.
Lo que sea con tal de no convertir el desprecio en una forma de vida.

5 comentarios:

Elvira dijo...

¿Quién dice que nadie puede oírla?

A veces me ataca una sensación de "lo que pudo haber sido y no fue", pero luego veo que hay grandeza en las pequeñas cosas de la vida, según lo que pongas de ti en ellas.

Besos, querida Reyes

NáN dijo...

He leído este post, uno de los más sinceros, brutales y significativos que he encontrado en los blogs, varias veces.

Y solo puedo enviarte un abrazo y la seguridad de tu valor y del valor de lo que escribes.

Muchos besos.

Dol dijo...

Querida Elvira, olvidé completamente volver al blog después de decir que venía, hablamos pronto, sigo en la rueda del dolor. Tienes razón, poner de nosotros en las pequeñas cosas es casi lo único que podemos hacer y lo cierto es que florecen. Un abrazo grande

Dol dijo...

Nán, gracias por seguir leyendo mis lloriqueos,y ponerlos en valor como se dice ahora.
Otro abrazo para ti

Isabel dijo...

Qué razón tinen Elvira y NáN. Lo han dicho ellos ya, solo me queda abrazarte.

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